Después de desayunar me decidí a limpiar el cante. En el fondo del jardín hay un cuartucho. Le decimos el cante, con cariño. Ahí se llevan todos los objetos que deberían ir a la basura, pero se guardan por alguna razón misteriosa. La razón principal de todas esas razones misteriosas es que hay un lugar donde ponerlas; si no existiera ese lugar, seguramente esas cosas –creo que no merecen el nombre de objetos, ni siquiera el nombre de cosas, pero de alguna forma hay que nombrar a una bolsa de leche abierta para que sirva de maceta, a una puerta vieja de un placard que se rompió, al rollo de alambre de cobre que puede que algún día lo use para, a los cables y tomas, interruptores viejos y tornillos, tacos fischer que sobraron de la nueva instalación eléctrica, a la pileta vieja que no está taaaaan vieja, que sacamos del baño cuando se renovó... etc, etc, etc. Y entonces, eso: me decidí a limpiar el cante. Me vestí con un pantalón viejo, unos zapatos viejos – sé que hubo nidos de ratas en el cante y me da mucho asco-, me puse guantes de goma y encaré. Saqué 10 (diez) bolsas grandes de basura. Basura de cosas-objetos inservibles. Desde vidrios rotos, pasando por trozos de 3 o 5 o 10 cm de plastiducto que se usó al cambiar las cañerías de los baños, baldosas iguales a las de la cocina, a las del baño, azulejos, latas de pintura seca, escobas viejas, trapos, diarios, pedazos de madera, la pata de una mesa, y muchísimas más cosas de utilidad irreconocible.
Más tarde, el día fue agradable. Ju trajo carne para asado, Ale lo hizo, y yo comí –ellos también. Vino Elena y se quedó un rato con nosotros.